Reb Iosef y su esposa no habían tenido el mérito de traer hijos al mundo. Él era un jasid fiel del Maguid de Kozhnitz, y cada tanto emprendía el viaje para ver a su Rebe. Sin embargo, pese a todas sus súplicas, nunca recibió de él una bendición por un hijo. En realidad, el Rebe jamás le dio respuesta alguna, ni afirmativa ni negativa.
Pero su esposa no se resignaba. Con lágrimas y desesperación le rogó:
—¡No regreses sin una Broje! ¡No te vayas del Rebe hasta que te prometa un hijo!
Fiel a su palabra, Iosef se presentó ante el Maguid y, con toda la fuerza que pudo reunir, exclamó:
—Mi querido Rebe, ¡no me moveré de aquí hasta merecer una Broje!
El Maguid guardó silencio. Su rostro se puso serio, inmóvil, como quien medita un asunto en profundidad. Finalmente, dijo:
—Si estás dispuesto a ceder a toda tu riqueza, te bendeciré con un hijo.
Reb Iosef quedó mudo. No podía decidir algo tan grande sin hablarlo con su esposa. Volvió a casa y le contó lo ocurrido. Ella respondió con determinación:
—Prefiero vivir en la pobreza antes que morir sin hijos. Dile al Rebe que aceptamos.
De regreso ante el Maguid, Iosef transmitió la decisión.
—En ese caso —dijo el Rebe—, viaja al Jozé de Lublin y haz todo lo que él te indique.
Sin demora, Reb Iosef emprendió el viaje. Al llegar, le relató al Jozé todo lo sucedido.
—Quédate aquí hasta que Hashem me ilumine sobre qué hacer —le dijo el Tzadik.
Pasaron algunos días, y finalmente el Jozé lo mandó llamar. Con voz suave pero firme le dijo:
—Cuando eras joven, estuviste comprometido con una joven muchacha. Rompiste el compromiso y la heriste profundamente. Ella nunca se recuperó de aquella herida, y tú jamás le pediste perdón. Aunque creas haber tenido razón, ese acto dejó una herida sin cerrar. Por eso no has sido bendecido con hijos, y hasta que no repares ese daño, del Shamaim no se te concederá descendencia.
—Esto es lo que debes hacer —continuó—: ahora mismo hay una feria en Balta. Si viajas allí, encontrarás a tu antigua prometida. Búscala y pídele perdón.
Resultó ser que el Jozé vio con suma claridad. En su juventud, los padres de Iosef lo habían comprometido con una joven llamada Esther Shifra. Pero al acercarse la fecha del casamiento, Iosef decidió que no era la pareja adecuada y se terminó casando con otra mujer, sin pedirle disculpas ni intentar enmendar lo hecho.
Reb Iosef viajó a Balta. Durante días recorrió las calles y el mercado preguntando a todo el que encontraba:
—¿Conocen a una mujer llamada Esther Shifra?
Pero nadie había oído hablar de ella.
Tres días antes de terminar la feria, los comerciantes ya desmontaban sus puestos, y Reb Iosef, desanimado, seguía sin hallarla. Caminaba sin rumbo cuando de pronto comenzó a llover. Primero unas gotas, luego una lluvia torrencial. Corrió a refugiarse bajo un techo en la tienda más cercana.
No era el único. Varias personas se apiñaron en su interior. Entre ellas entró una mujer joven, y Iosef, por recato, se hizo a un lado para dejarla pasar. Pero la mujer lo miró fijamente y, con voz temblorosa y herida, exclamó:
—¡Miren a este hombre! ¡Me abandonó en mi juventud, y aún hoy se aparta de mí!
Reb Iosef quedó paralizado. ¡Era ella, Esther Shifra! Todo lo que había pensado decir brotó de golpe: le pidió perdón una y otra vez, confesó su dolor y su remordimiento, y le contó que había venido desde lejos solo para apaciguarla. Las lágrimas que corrían por su barba eran testimonio de su sinceridad.
Ella guardó silencio por un momento. Luego, su expresión se suavizó.
—Estoy dispuesta a perdonarte —dijo—, pero con una condición.
—Iré donde sea, haré lo que me pidas —respondió Iosef—, mientras esté en mis posibilidades.
—Entonces viaja a Sovalk, donde vive mi hermano —continuó ella—. Es un hombre muy pobre. Dale doscientas monedas de oro como dote para que pueda casar a su hija, y te perdonaré.
Iosef calculó rápidamente que, vendiendo todo lo que poseía y sumando sus ahorros, podría reunir esa suma. Aceptó sin vacilar y regresó a su casa. En poco tiempo reunió el dinero y emprendió el camino a Sovalk.
Encontrar al hermano fue sencillo. Lo halló en una casa muy modesta y humilde, preocupado y abatido.
—¿Qué voy a hacer? —se lamentaba—. Se acerca la boda de mi hija y no tengo ni un peso para los gastos.
Reb Iosef colocó una bolsa en sus manos.
—Aquí tiene: doscientas monedas de oro. ¡Que celebre la boda con alegría y honor!
El hombre lo miró, atónito.
—¿Qué es esto? —preguntó incrédulo.
—No se preocupe —respondió Iosef—. El dinero es suyo. Su hermana Esther Shifra me pidió que se lo entregara. Estuve comprometido con ella hace muchos años, pero anulé de repente el compromiso. Hace unos días la encontré, le pedí perdón y me pidió hacer esto como condición para su perdón.
El hombre palideció.
— ¿Mi hermana? —dijo con voz quebrada—. ¡Mi hermana murió hace quince años! ¡Aquí mismo, en Sovalk! ¡Yo mismo la enterré!
Reb Iosef quedó sin aliento. Cuando logró reponerse, le contó toda su historia: el consejo del Maguid, las palabras del Jozé de Lublin, el viaje a Balta, su encuentro con Esther Shifra y su promesa de cumplir la condición.
El hermano lo escuchó maravillado. Al escuchar los detalles terminó diciéndole:
—La mujer que viste era, sin duda, mi hermana Esther Shifra.
Menos de un año después, Reb Iosef y su esposa fueron bendecidos con un hijo. Y todos los que los conocían compartieron su alegría, sabiendo cuánto habían esperado aquel milagro.
Fuente: Sijat Hashavua #999
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Debemos cuidar de no dejar un corazón herido en nuestro camino, pues una sola lágrima puede cerrar las puertas del Shamaim. Pero también debemos saber que los Tzadikim, incluso después de su partida, trascienden todo límite y pueden traer reparación y luz allí donde el hombre ya no puede llegar.
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No hay herida más profunda que la de un corazón olvidado. Pero tampoco hay fuerza más grande que la de un tzadik, cuya luz rompe toda barrera para traer perdón y salvación.
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