El mensaje de Pesaj Sheini es que nunca es demasiado tarde. Siempre hay una segunda oportunidad y se pueden arreglar las cosas.
La ciudad entera estaba vestida de fiesta. En cada rincón se respiraba una atmósfera de emoción contenida y alegría solemne. No era para menos: el mismísimo Baal Shem Tov había llegado a la ciudad, acompañado por uno de sus nietos cuya boda se celebraría ese día. Era un acontecimiento excepcional, y desde todas las regiones acudían invitados distinguidos, deseosos de ser parte de la ocasión.
La procesión nupcial dio comienzo. El Baal Shem Tov caminaba al frente, con paso firme y pausado, llevando al novio a su lado. Tras ellos, los invitados, los jasidim y los vecinos del pueblo avanzaban con respeto y entusiasmo, luciendo sus mejores galas.
Cuando la comitiva avanzaba por la calle principal, justo al acercarse al sitio donde se levantaría la Jupá, se encontraron con una carreta detenida. En ella viajaba un judío solitario, desconocido para todos los presentes. Su aspecto era sencillo, casi insignificante, y al principio nadie le prestó atención.
Pero entonces ocurrió algo inesperado. El Baal Shem Tov detuvo la procesión. Sin decir palabra, se desvió del camino y se acercó directamente a la carreta. Se inclinó hacia el hombre y le susurró algo al oído. Nadie oyó lo que dijo. Hubo un breve intercambio de palabras, y luego el Baal Shem Tov regresó a su lugar junto al novio, tomándolo nuevamente del brazo. La procesión siguió su curso como si nada hubiera pasado.
Los jasidim quedaron perplejos. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué su Rebe, en pleno momento de máxima solemnidad, interrumpió todo para hablarle al oído? Era evidente para muchos que ese judío debía ser un Tzadik oculto. No podía ser otra cosa.
La boda fue una celebración inolvidable. La alegría, la inspiración, la santidad del momento envolvieron a todos como una ola cálida e inabarcable. Era como si los invitados hubieran dejado atrás este mundo y hubieran ascendido a una dimensión más elevada.
Pero al día siguiente, cuando todo se calmó, la curiosidad por aquel suceso extraño renació entre los jasidim. ¿Quién era ese hombre de la carreta? ¿Qué le había dicho el Baal Shem Tov?
Tras algunas averiguaciones, descubrieron en qué posada se alojaba el extraño y corrieron hacia allí, con la esperanza de que accediera a hablar con ellos.
Al entrar, lo saludaron con respeto:
—Shalom Aleijem, Rebe.
El hombre levantó la vista, desconcertado:
—¿Rebe? —preguntó, visiblemente sorprendido—. Yo no soy Rebe, ni hijo de Rebe.
Uno de los jasidim insistió:
—No necesitas ocultarte de nosotros, Rebe. Ya sabemos. Si nuestro maestro detuvo la Jupá para susurrarte algo al oído, es claro que eres un hombre santo.
—Yo no soy ni Tzadik ni hombre santo —replicó el extraño, empezando a incomodarse—. El Rebe me habló de algo personal, algo privado. Lo único que puedo decirles es esto: ¡Dichosos ustedes que tienen un gran maestro! Un verdadero Tzadik.
Pero los jasidim no se conformaban:
—Cuéntanos entonces, ¿qué fue lo que te dijo?
El hombre miró a su alrededor. Parecía atrapado. Después de un momento de vacilación, suspiró profundamente y dijo:
—Está bien. Escuchen.
Y comenzó a contar:
—Vivo en un pequeño pueblo. Mi mejor amigo vive justo enfrente de mi casa. Es vendedor ambulante. Cada tanto sale de viaje por semanas, incluso meses, para vender mercancía en los pueblos de la zona. Cuando vuelve, todos los vecinos lo recibimos con alegría. Nos reunimos en su casa para celebrar su regreso.
Una vez, después de un viaje especialmente largo, crucé a visitarlo. Fui el primero en llegar. La casa estaba tranquila. Sus hijos jugaban afuera, su esposa cocinaba. Me dijeron que él había salido y que volvería en breve.
Mientras esperaba, sentí ganas de fumar mi pipa. Sabía que él guardaba tabaco en un armario. Lo abrí. Allí, frente a mí, estaba su billetera. Rebosaba de billetes. Era evidente que se trataba de todas las ganancias de su viaje, dinero destinado a pagar deudas, mantener a su familia, reabastecer mercancía.
Me sorprendió su descuido. Pensé: “Esto no está bien. Alguien tiene que enseñarle una lección”. Y con esa justificación... la tomé. Metí la billetera en mi bolsillo.
“¡Qué sorpresa se llevará cuando vea que falta!”, pensé. “Así aprenderá a ser más cuidadoso.” Por supuesto —y eso es importante que lo sepan— mi intención no era robarle. Planeaba devolvérsela de inmediato. Solo quería ver la expresión en su rostro. Una pequeña lección. Eso era todo.
Pero no salió como pensaba.
Cuando volvió a casa y descubrió que todo su dinero había desaparecido, se desplomó en llanto desesperado. Su esposa se desmayó. Los hijos corrieron de un lado a otro, buscándola. Empezó a llegar gente, vecinos y amigos, todos confundidos, afligidos, intentando ayudar.
En segundos, el ambiente festivo se volvió una casa de luto.
Y yo... yo me acobardé. No pude confesar. Murmuré palabras de consuelo, fingí sorpresa. Me dije a mí mismo: “Después, en otro momento, cuando todo esté más tranquilo, le devolveré la billetera.”
Pero el momento nunca llegó. Los días pasaron, y luego semanas. Mi amigo vivía angustiado, acosado por acreedores. Devolverle el dinero en ese estado... ¿cómo hacerlo sin que me acusen de ladrón?
Los meses pasaron. La billetera seguía en mi poder. Empecé a considerar las voces de mi Yetzer Hará: “Usa ese dinero. Invierte. Haz un pequeño negocio. Luego se lo devuelves... incluso con ganancia adicional.”
Pero no podía hacerlo en mi ciudad. Todos me conocen. ¿Qué dirían si de repente aparezco con un negocio nuevo? Despertaría sospechas.
Entonces decidí irme. Alquilé una carreta y partí, buscando otro lugar, otra oportunidad. Llegué aquí... justo anoche.
El hombre hizo una pausa. Bajó la mirada, como recordando el instante exacto.
—Y entonces —continuó— su Rebe me vio. Se acercó y me susurró: “No es demasiado tarde para rectificar tu error. Vuelve a casa y devuelve inmediatamente el dinero. Te prometo que tu amigo te creerá y no pensará que pretendías robarle. Si es necesario, iré yo mismo y testificaré por ti. Pero ten cuidado: si te demoras más, puede que ya sea tarde.”
—Cuando me dijo eso... sentí como si me quitaran una montaña del corazón. Pasé la noche aquí. Y ahora... estoy por volver. A casa. A corregir lo que hice.
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*Fuente*: Yerajmiel Tilles
© JasidiNews
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