Rav Daniel Agalar contó una historia impactante:
Un gerente de banco no datí (observante) en Eretz Israel había tomado una decisión monumental: comenzar a vivir acorde a la Torá y las mitzvot. Pero ya en su primer día, se topó con la dura prueba de mantenerse fiel a ese compromiso.
Cada mañana, el banco servía café y torta para todos los empleados. Aquella mañana no fue diferente. Él se acercó, tomó un pedazo, y justo cuando iba a dar el primer bocado… algo lo frenó.
"¡Debo decir la Brajá!", pensó.
Sabía que no podíar recitarla sin cubrirse la cabeza, pero no tenía puesta la kipá. Dudó. ¿Y si alguien lo veía poniéndosela? Le invadió un temor absurdo pero paralizante: “¿Y si me despiden?”
Mientras esta tormenta interna lo consumía, algo extraordinario ocurrió.
A través de las cámaras de seguridad vio entrar a un conocido filántropo, que venía a depositar algo en su caja fuerte. Pero de repente la bolsa que traía en la mano se rompió… y un montón de piedras preciosas —de valor incalculable— rodaron por todo el piso del banco.
En un instante, todo el personal y los clientes comenzaron a agacharse para juntar las joyas. Un verdadero caos. Nadie sabía qué hacer, y el riesgo era enorme. ¿Quién podía garantizar que no aprovecharían la oportunidad para quedarse con alguna?
El gerente reaccionó al instante: corrió a presionar el botón de emergencia que sellaba todas las puertas del banco. Nadie podría salir, al menos hasta que se controlara la situación.
Volvió a mirar las cámaras, y allí lo vio: el filántropo mismo, un hombre siempre elegante y digno, estaba en el suelo, en manos y rodillas, juntando desesperadamente sus joyas.
El gerente se quedó perplejo.
“¿Él? ¿Así? ¿Sin pudor, arrastrándose por el suelo?”
Y entonces algo hizo clic dentro de él.
Claro.
Cuando hay diamantes en juego, la vergüenza desaparece. No importa lo que piensen los demás. Uno se tira al piso si es necesario.
Porque cuando lo valioso está en riesgo, no hay lugar para el orgullo.
Y en ese instante, entendió.
Hashem le estaba hablando.
Él también tenía diamantes. No de los que brillan en vitrinas, sino eternos: su Neshamá, su Emuná, sus mitzvot.
¿Iba a poner en juego todo eso por miedo? ¿Por vergüenza?
¡No más!
Respiró hondo, sacó su Kipá, se la colocó con firmeza en la cabeza… y con los ojos cerrados y el corazón lleno, recitó la berajá.
Con orgullo.
Con convicción.
*Con la dignidad de un iehudí que acaba de recuperar su tesoro más preciado.*
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©JasidiNews
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