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jueves, 25 de septiembre de 2025

Una lección de Jinuj a un niño en Yejidut le da una respuesta a su Melamed

Cuenta el rabino Vilhelm, Sheliaj en la ciudad de Naharia, Eretz Israel:

«Cuando yo tenía apenas nueve años, tuve el mérito de entrar a la habitación del Rebe, junto con mi padre, a un Iejidut. El Rebe se volvió hacia mí con su mirada luminosa y me preguntó: “¿Qué estás estudiando?”.

Respondí con la inocencia de un niño: “Estoy estudiando el perek "Elu Metziot", que enseña cuáles hallazgos puede quedarse la persona que los encuentra, y cuáles debe anunciar para devolverlos a su dueño.”

El Rebe, siguiendo el orden de la Mishná, continuó y me preguntó: “Si encuentras una sarta de peces, o cosas similares, ¿qué dice la Halajá? ¿Puedes quedártelas o debes anunciarlas?”

Yo respondí que la Mishná enseña que quien las encuentra puede conservarlas. El Rebe me miró profundamente y me dijo: “Pero piensa: un judío trabajó duramente para ganar su dinero, y con ese dinero compró esos objetos. ¿Cómo puede ser que te esté permitido quedártelos? ¡Alguien los compró, y eran de su propiedad!”

Al escuchar esas palabras quedé paralizado, sin saber qué contestar. En ese instante mi padre, que estaba a mi lado, me susurró: “El dueño ya perdió la esperanza de encontrarlos. Y cuando alguien pierde la esperanza ('yeush'), es como si hubiera renunciado a su propiedad. Entonces, en el momento en que los hallaste, ya no tenían dueño, y por eso puedes quedártelos.”

Repetí al Rebe la explicación de mi padre. El Rebe asintió y me planteó una nueva pregunta: “¿Y si encontraras mi Sirtuk (kapota), cuál sería la halajá?”

Respondí: “Como tiene una señal de identificación, pertenece claramente a su dueño, y por lo tanto debería devolverlo”.

El Rebe sonrió con satisfacción, como aprobando la respuesta, y luego agregó: “Cuando regreses a Eretz Israel, coméntales estas preguntas a tus compañeros. Pero primero debes mencionárselas a tu Melamed (maestro)”.

Cuando volví a Israel, cumplí con exactitud la instrucción del Rebe. Me acerqué a mi Melamed y le conté lo que el Rebe me había preguntado, explicándole que debía primero contárselo a él, antes de transmitirlo a la clase. Así lo hice, y mi maestro reunió a los alumnos y dijo: “Escuchen lo que el Rebe le dijo a este niño en Iejidut”.

Pasaron veinte años. Y un día me encontré con ese Melamed. Con curiosidad, le pregunté: “¿Qué pensó usted, cuando le dije que el Rebe me ordenó repetírselo primero a usted?”.

El rostro del maestro se volvió serio, reflexionó un momento, y me dijo: “El Rebe te pidió que me lo repitieras… porque esa era la respuesta a la carta que yo mismo le había enviado poco antes de tu Iejidut”.

Entonces me relató lo siguiente:

“Yo había escrito al Rebe contándole que no encontraba satisfacción en Jinuj. Sentía que mis alumnos no absorbían lo que les enseñaba, que no veía frutos de mi trabajo. En la carta llegué a decir que quizá debería dejar de ser Melamed y, como otros amigos, mudarme a una comunidad nueva, donde podría hablar y trabajar con adultos, tener conversaciones profundas y transformar personas ya formadas”.

“Y la respuesta del Rebe llegó mediante tuyo, un niño de nueve años. Con las preguntas que te planteó, me enseñó un camino correcto en Jinuj. No basta con transmitir fríamente la Halajá o el concepto. Debo enseñar de modo tal que el alumno pueda identificarse, que sienta que la enseñanza le toca personalmente. De esa manera, el estudio se vuelve suyo, y se involucra con vida y con profundidad”.

“Por eso el Rebe no me respondió de forma teórica en una carta. Me envió una respuesta viviente, a través tuyo, para que yo entendiera cómo debía dar mis clases”.

El Rebe, primero, te hizo una pregunta sencilla, para darte seguridad y mostrarte que podías responder correctamente. Pero luego te llevó más lejos, haciéndote pensar y vivir el asunto como una experiencia real: “Un judío trabajó duro para poder comprarse ese objeto, ¿puedes apropiártelo?”. Y todavía más cercano: “¿Qué pasaría si encontraras mi Sirtuk?”. Ya no se trataba de un objeto anónimo, sino de algo que le pertenecía al mismo Rebe.

Así me enseñó el Rebe —concluyó mi Melamed— que el verdadero educador debe acercar al alumno al tema, hacerlo vívido, palpable, personal. Solo entonces el niño se entusiasma, se conecta y hace del aprendizaje parte de su ser.

De aquí aprendemos cuán grande es el aprecio que el Rebe tenía por quienes se dedican a educar a los niños, incluso a los más pequeños, aunque no se vean de inmediato los frutos de su trabajo. Porque tal vez sean ellos quienes encienden en el niño una chispa eterna, que lo acompañará por toda su vida.

Y también aprendemos la importancia de enseñar de manera tal que el alumno viva el tema, lo sienta como suyo y se identifique con él.

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